domingo, 26 de agosto de 2012

Capítulo 4 Garrett Blair (segunda parte): Decepción

     Hoy era el día. Por fin me iban a dar el alta después de estar como una semana en el hospital enchufado a aparatos que no hacían más que ponerme más nervioso aún. Aunque parecía mentira, Scarlet vino a verme. Y Beck. Lo gracioso es que vinieron días diferentes. Como si no fuera ya obvio.

      Pero estaba demasiado hecho polvo como para decírselo, y más en un hospital. No me parecía correcto. El caso es que hice como si nada, les agradecí muchísimo el hecho de que me visitaran. Lo que más me enojó fue que ambos, tenían cara de preocupación. Como si de verdad les importara lo que me pasara. Que probablemente fuera verdad. O tan sólo se sentían culpables y de esa manera creerían que les perdonaría.

     En ese momento mi madre se despertó. Se había quedado dormida en el sofá de la habitación. Me miró y sonrió. Supongo que ella también hacía la cuenta atrás para salir de una vez de este antro.

     - ¿Qué tal estás, hijo?- me pregunto, apoyándose lentamente en la camilla.

     - Feliz, y me encuentro perfectamente- miré debajo de las sábanas. La enfermera me había quitado la venda hace ya dos días, de manera que podía ver la herida perfectamente. Había cicatrizado del todo. El surco que la desgarradora garra de Kibo me había trazado en el pecho aún estaba dibujado, pero seco. Costra. Nada de qué preocuparse.

     - Bueno, me alegro- literalmente se alegraba. Probablemente era la persona que más se había preocupado por mí en estos días-. Voy a ver a tu padre y a la vecina a la cafetería. Le diré a la enfermera que te traiga el desayuno. Luego te veo hijo- y me dio un beso en la frente antes de salir por la puerta y volver a cerrarla en silencio y despacio.

     Una palabra de todas las que mi madre acababa de decir, fue la que se pegó a mis pensamientos, negada a volver a irse.

     Hijo.

     En una semana, Diana me había mantenido ocupado intentando hacer las tareas que llevaba atrasadas mientras que me ayudaba. Ella decía que como no la dejaban ir al instituto aún, no había algo mejor con lo que distraerse en el hospital. De esta manera no había pensado demasiado en cosas externas. Tan sólo unas pocas noches, en las que no estaba lo suficientemente cansado como para dormir al instante. Y la mayoría de esas veces, Scarlet inundaba mis pensamientos. No pensé en aquella reveladora carta hasta este preciso momento.

     Soy adoptado. Pero eso no es lo único. No me lo habían contado. Estoy seguro de que no pensaban hacerlo. No sé si me hubiera gustado que lo hicieran. Jamás lo habría imaginado. Lo peor de todo es que, si no pagaban lo que queda de custodia... El plazo terminaba en tres días. Desde el accidente. Tres días. Había pasado una semana.
    
     ¿Y si no me habían dicho nada por mi estado físico? ¿Y si hoy cuando llegara a casa un hombre me coge y me mete directamente en un coche que me lleva al orfanato? ¿Y si por eso mi madre estaba tan enormemente preocupada? Decidí parar de hacer conjeturas. No son buenas en estos casos, tanto como si piensas en negativo como si piensas en positivo.





     Ya eran las seis de la tarde y yo ya estaba en el coche, de vuelta a casa. Me habían dado una especie de faja para proteger la raja mientras se desvanece. La llevaba puesta y, aunque no era muy cómoda, me sentía más seguro. Mi madre conducía, Diana iba en el el asiento delantero y yo medio tumbado atrás.
     Miraba el barrio, pero era la primera vez que lo veía con otros ojos. No me parecía el típico barrio idílico que siempre me había parecido. Las casas no brillaban con su propia decoración, sino que se imitaban unas a otras. Las calles solían estar vacías, pero al menos, los árboles bailaban y daban color. Ahora parecía como si se hubiera muerto. Incluso la carretera parecía más rugosa de lo normal. Tal vez sólo pensaba eso porque me encontraba mal, pero es lo que mis ojos me transmitían.

     Al llegar a casa todo parecía tan normal como siempre. El coche de mi padre estaba aparcado, porque tuvo que salir antes para ir a trabajar, pero ya había vuelto.
     Acompañé a Diana a su casa. Llevaba la escayola puesta, pero lo que más me importaba era su expresión, que había mejorado. Pese a que Kibo había muerto, su cara parecía florecer de nuevo. Hablamos de ello en una de las tardes en las que estudiábamos en el hospital, pero se mostró muy indiferente, como si ya no le importase. O como si lo hubiera olvidado. Lo único que me dio a entender fue que quería su cuerpo. Al principio me parecía raro, ya que es el perro por el que lleva esa escayola, pero luego empecé a comprenderlo. Kibo será malo. Muy malo, pero sigue siendo su perro. Era mi teoría.

     Entré en casa y cerré la puerta detrás de mí, pero había cosas diferentes. Lo primero era el olor. Diferente, era como estar en un campo de fresas. No era la colonia de mi madre y mucho menos el desodorante de mi padre. Lo siguiente era el perchero. Había más cosas. Me dije que probablemente mis padres hubieran renovado su armario de abrigos, pero cuando me acerqué e identifiqué la cazadora nueva, tenía ese olor. Fresas. Lo último en lo que me fijé era el sonido. Provenía de la cocina. Unas voces, se oían débilmente, pero con claridad. Me asomé a través del cristal, de manera que no podían verme, pero yo a ellos sí.

     Una mujer estaba sentada en una silla, al lado de mi madre. Mi padre estaba de pie, en frente, apoyado en la encimera. La mujer, que era de mediana edad, les hacía gestos con las manos. La conversación no tenía sentido para mí, ya que no la había  escuchado desde el principio:

     - ... y no podemos permitir esto. Si a ustedes les diésemos este trato especial...

     - Pero no es tan especial, tan sólo sería un mes máximo- mi padre nunca había estado tan nervioso. Al menos delante de mí. El sudor le perlaba la frente y su voz apenas era estable.

     - Ya le digo, señor Blair, que el señor Doyle no puede continuar aquí- la voz de la invitada sonó muy firme. Mi madre empezó a llorar silenciosamente y me empecé a sentir angustiado. Tenía que hacer algo. Pero entonces lo vi.

     Ahí, en la mesa había un escrito. Una carta, con un pequeño logo a tres colores en lo alto de esta. El centro de adopción. Entonces todo empezó a cobrar sentido. No habían pagado. Esa señora era probablemente la tal Applewhite, que venía a recogerme. No volvería a ver a mi madre ni a mi padre. O a quienes hasta entonces creía que lo eran. Tampoco vería a Scarlet. Me sentí culpable por no haber hablado con ella antes. Tenía que habérselo contado. Tenía que haber quedado con Beck y ahorrar juntos para la Ducati que tanto ansiaba. Pero probablemente no pasaría. Más bien, seguramente.

     Pero no podía quedarme ahí parado. Sería como una enorme presa indefensa. Sería muy fácil de atrapar. No quería que esto pasara. Quería que todo volviese a la normalidad. Levantarme por la mañana, andar al colegio, saludar a mi novia y a mi mejor amigo, hacerle la pelota al profesor, ganar partidos, temer a la vecina gótica... Caí en que tampoco volvería a ver a Diana. Ni a toda mi familia. Nada sería igual. Todo sería peor, pero... existía una solución. Una sinuosa solución que me llevaba persiguiendo desde hace días. Desde esos sueños tan extraños y realistas al mismo tiempo.

     Corrí dejando la puerta abierta de par en par. El hecho de que me esté dando esta carrera y con tanta velocidad hacía sangrar de nuevo la herida, más levemente, pero ya se podía ver a través de la camisa. El bosque de día era mucho menos tenebroso. Al pasar por el terreno en el que Kibo casi nos mata a Diana y a mí, la idea que me había conquistado la cabeza se reforzó fuertemente.
Llevaba como diez minutos corriendo. Las primeras gotas de sangre cayeron al suelo y las vi al caminar. Empezaba a marearme cuando llegué al acantilado.

     El famoso Acantilado del Caído. Un nombre vulgar, para la tremenda distancia que había del suelo. Un suelo entre dos valles, cerrado pero picudo. El mar se veía muy al fondo y un pequeño lago animaba la escena otoñal. Lo malo es que a mí ya nada podía animarme. Nada podía frenarme.

     Dejé de correr y me paré a unos metros del final. Me miré la camisa, que ya chorreaba sangre, pero noté como, al dejar de correr, no salía más. Me quité la camisa y los zapatos y los dejé al lado de una roca. Me arrepentí de no haber traído papel y lápiz, pero en mi pantalón tenía mi móvil. Lo cogí y, mientras me quitaba los calcetines buscaba el grabador de voz. Pinché en "nuevo" y dije las siguientes palabras:

     - Lo siento- intenté parecer muy fuerte, pero en mi interior, estaba muerto de miedo. Dejé el móvil con la pantalla a punto de reproducir el mensaje encima de mis zapatos y miré hacia delante.

     Con toda la fuerza que pude sacar de mi interior, me adelanté paso a paso lentamente. No miraba hacia abajo, porque sabía con certeza que saldría corriendo, y de verdad que quería hacer esto. De manera que di un giro completo a todo lo que me rodeaba, apreciando cada hoja de cada hermoso árbol. Vi el conjunto de casas del vecindario. No sabía cuánto tiempo me quedaría antes de que vinieran a buscarme, de modo que tenía que hacerlo ya. Me senté y esperé. Me despedí del mundo.

     "Soñé con unas montañas. Pero no estaba en el pico de la montaña, típico sueño de optimista. Estaba en un acantilado. En lo alto de un valle a punto de caer al abismo. No había agua. Sólo caída. Caída libre. Metros y metros. Puede que llegara a un kilómetro. Estaba sentado en la esquina, a punto de caer. No podía controlar lo que hacía. Y en un momento muy agobiante en el que era imposible controlar nada, mi yo totalmente loco se tiró. Se dejó caer a lo más profundo que podáis imaginar. El aire, a kilómetros por hora, pasaba velozmente, rozando fuertemente sus miembros" pero se hizo realidad. Jamás había sentido tanto aire recorrer mi cuerpo. Jamás había tenido tanto miedo y angustia juntos en un mismo día, un mismo momento. Y cuando dejé de mirar hacia arriba, me giré en el aire y, simplemente, morí.

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